Víctor del Río
 
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Políticas del paisaje” en Lápiz. Revista internacional de arte, año XIX, n.º 181, 2002, pp. 60-67. ISSN: 0212-1700.

Políticas del paisaje.
Víctor del Río



Las nuevas obras presentadas por Ángel Marcos en varias exposiciones recientes 1 muestran escenarios de carretera próximos a la ciudad de Manhattan en los que aparecen vallas publicitarias en entornos de periferia urbana. No cabe duda de que el anuncio que contiene la valla y el propio anuncio de la ciudad en sus desoladas antesalas confluyen en una misma atmósfera de distancia frente a una imagen del deseo, como una meta prevista o entrevista en la superficie de la imagen. La conexión en cierto modo “obvia” tiene sin embargo una complejidad que convierte a estas imágenes en artefactos de reflexión sobre el propio género fotográfico y paisajístico. Su obra tiene antecedentes que permiten entender mejor las soluciones que adopta en sus últimos trabajos. Por una parte, los Paisajes de 1997 convertidos en cajas que albergan imágenes de un territorio rural desolado. Por otra, el análisis de una triangulación narrativa en Obras póstumas, de 1999. Estos dos antecedentes encontramos atisbos de la inscripción en lo real de un artificio cuya intención leemos en clave política. No es la primera vez que se menciona el componente barroco de ese artificio. En esa tradición que prefigura la escena cotidiana al modo de una toma cinematográfica se encuentra ahora plenamente integrada una nueva familia de imágenes que reconstruyen la dialéctica del sentido en el paisaje mediante la suplantación digital de imágenes publicitarias en escenarios reales.

Esta sintaxis binaria, que polariza dos elementos, se ensaya de otra manera en otra de sus obras. En el mural que completa la serie Alrededor del sueño el tratamiento del paisaje va más allá de la panorámica para deconstruirse en un peculiar mosaico que alterna imágenes desenfocadas de inmigrantes con paisajes urbanos cubiertos por pantallas de policarbonato. Las verticales de las pantallas que cubren los paisajes refuerzan la orientación de la arquitectura. Mientras que la veladura de los rostros convierte la fotografía en una mancha que hace transpirar sus formas orgánicas como gestos pictóricos. La jaula de policarbonato que cubre los paisajes de rascacielos presenta virajes hacia la tridimensionalidad con un efecto holográfico que incide en la nitidez y en la perspectiva. Si esas imágenes se miran desde diversos ángulos se recrea un tenue efecto de profundidad. Se trata de un juego en el que la condición “superficial” de lo fotográfico sirve de fondo de actuación, maneras de desviar la imagen hacia otros discursos. En este juego se inscriben las combinaciones de los murales en los que se alternan veladuras que ocultan los rostros y otras que refuerzan el sentido de la imagen.

La asociación entre los rostros nublados y los bloques que se recortan sobre el cielo azul resulta netamente formal. Se organiza como una retícula, con una sintaxis tan simple como eficaz. El ajedrezado revela una combinatoria más allá del discurso inmediato de lo social. Combina figuras sustituibles en las que la identidad aparece borrada. El anonimato se muestra tanto en el hermetismo arquitectónico de los lugares como en la vaga sonrisa de los personajes. El resultado es un panorama en el que la distancia del espectador no está calibrada por la proporción del encuadre, sino por una alternancia de fragmentos regularmente dosificados que se articulan mediante un contraste de enfoque. Ambas distorsiones producen un efecto de irrealidad. Las imágenes de los personajes (en su mayor parte sonrientes) se nos velan en un vago ámbito de reconocimientos en el que intuimos la tez morena y los rasgos indígenas. Los bloques de rascacielos se presentan en su nitidez extrema y en su también feliz luminosidad como formas puras y lineales, como dibujos arquitectónicos de un orden inapelable.

La descripción del título de la serie, Alrededor del sueño, parece jugar con dos sentidos de la palabra “sueño”. Por una parte, como quimera situada en la utopía insular de Manhattan vista desde la orilla de la exclusión. Por otra, el sentido de que la visión que se nos muestra es onírica, no es real. Ambas posibilidades son válidas. Es decir, se desdobla el sentido de la palabra sueño entre “paraíso” y “ficción”. Por una parte se contrasta el mensaje publicitario y la distancia a la que se nos presenta Manhattan como una conjunción que inmediatamente leemos en clave política. Por otra, constatamos que en su evidencia casi arquetípica, las imágenes forman parte de una construcción simbólica. Se trata de artefactos simbólicos que simbolizan la propia realidad. Desde el artificio se vuelve a una experiencia compartida del paisaje como campo simbólico.

En un texto de 1995 Jeff Wall analizaba la dimensión política del paisaje. En este caso la “dimensión política” era una expresión casi literal porque abordaba el tema de la “mesura” o más bien, la “escala” como contenido político derivado del género paisajístico. Wall evoca el concepto de “mesura” en términos de una herencia idealista que, sin embargo, opera en nuestra construcción imaginaria del mundo. Evoca la idea platónica de que lo grande o lo pequeño no son sólo términos correlativos, sino que llevan implícita una idea de mesura o un “término medio” que la representación artística ha gestionado mediante una normativa gremial. Es decir, que la proporción entre el paisaje y lo humano se hace índice de una distancia que se bifurca en dos ejes. Por una parte, en el que se establece entre espectador y la obra situándole en un determinado grado de implicación con la escena. Por otra, en el que media entre los personajes involucrados en la escena. El dato tiene mayor interés en el contexto tardocapitalista, en el que las escalas y los paisajes han sido desbordados hasta lo grotesco. Como dirá Wall “una forma de aproximarse a la problemática de las “políticas de representación” será, por tanto, el estudio de cómo la imagen llega a formarse en relación con la acción de medida que constituye su propia forma” (...)“Para mí, por tanto, el paisaje como género implica hacer visibles las distancias que debemos mantener entre nosotros para así poder reconocernos mutuamente por lo que, sometidos a condiciones en constante variación, aparentemente somos” 2.

En la idea de paisaje está implícita una distancia, la que hace que los personajes ubicados en el lugar sean suficientemente distinguibles como “agentes en un espacio social”. Esto se consigue mediante el despliegue de algunos dispositivos precisos de encuadre y enfoque. En ello, el posible humanismo de la tradición paisajista estaría obligado por las determinaciones biológicas de la visión. El ojo humano finalmente se muestra clásico en la distancia que ha de tomar ante las cosas para poder verlas.

Las ideas de Jeff Wall acerca del contenido político en la escala del paisaje se ven traducidas de forma paradigmática en la obra de Andreas Gursky. Algunas de sus imágenes serían un inmejorable ejemplo de ese desbordamiento de la escala cuando la imagen se fuerza por medios técnicos a una visión panorámica y completa de los nuevos paisajes. La tensión entre los continentes espaciales y la figura humana o la mercancía que hormiguea dentro de ellos responde a la propia experiencia actual de hipertrofia productiva o arquitectónica. En la obra de Gursky aparece una ambigüedad entre el placer emanado del paisajismo, y la dislocación de la escala humana. A través de esa ambigüedad Gusrky siembra la duda. Una duda inquietante que aprovecha esa euforia de la visibilidad de los detalles ínfimos bajo el control de la cámara para introducir otros contenidos. Por un lado, se permite una mirada minuciosa y abarcadora, una visibilidad total del espacio; por otro, esa visión se instala en una desproporción. En ese otro discurso de la desproporción quedan de manifiesto lugares donde se hacinan mercancías y seres humanos en un estocaje desproporcionado.

Es en las propias determinaciones del paisaje como género donde es posible implicar una crítica al medio artístico como foco de cristalizaciones tranquilizadoras de una realidad desbordada. El paisaje impone una distancia que regula la posición subjetiva del espectador. La crítica a la noción del sujeto de la modernidad que se ha pretendido desde la teoría cultural estaría en parte conseguida en estas reflexiones plásticas sobre el paisaje. Algo que el propio Wall parece llevar a cabo. Las periferias, los solares, los edificios en construcción, aparecen bajo la forma de ruinas o vestigios de lo inconcluso. Son restos de una arqueología prematura, escombros de un paisaje en el que la destrucción y la construcción son indistinguibles. Todo ello se ha convertido en un género del máximo interés visual. En el análisis de ese nuevo paisajismo se entremezcla la desolación de esas ruinas prematuras y el colorismo de las estaciones inacabables del consumo. Toda una nueva arquitectura idéntica en cualquier periferia urbana del mundo genera la estética inconfundible del no-lugar. Este paisajismo constituye en sí un género desde que Edwuard Ruscha realizara su, en apariencia anodino, catálogo de gasolineras. La supuesta insignificancia de los motivos, su registro regular y “desinteresado”, permitía recobrar un potencial de concepto en el acto fotográfico y dar salida a la negación de lo estético implícito en el programa vanguardista. Es el propio Jeff Wall quien se encarga de establecer una genealogía de lo fotográfico parafraseando a Adorno en sus “Señales de indiferencia” 3 . A través de esta lectura se sitúa la presencia de la fotografía en el arte conceptual como el último avatar de una negación o una autocrítica de la obra artística iniciada en las vanguardias. Pero, al igual que la fotografía, con su inespecificidad permitía desbloquear ese proceso, abría paso también a nuevas versiones de antiguos temas presentes en la pintura. Al margen de lo cuestionable de esta lectura de la historia de lo fotográfico en el arte, no deja de ser significativo que sea el paisaje uno de los vehículos principales en la crítica a los géneros y los soportes artísticos tradicionales tras el agotamiento de las vanguardias.

Sin embargo, tras una instauración del nuevo paisajismo semiurbano parece necesario replantear sus claves estéticas. La nueva obra de Ángel Marcos emprende una revisión de estas claves. Esas vallas publicitarias levantadas a lo largo de los anillos de circunvalación de las ciudades y sus entradas por autopista llegaron a ponerse en cuestión como uno de los posibles motivos de los accidentes de tráfico. Tal es su fuerza de atracción como mensajes intrusos en el paisaje de la indiferencia. Ciertamente la ubicación de algunas de ellas unida a la peculiaridad de las campañas publicitarias ha ofrecido inmejorables episodios de surrealismo o de ironía involuntaria. En sí misma, la valla publicitaria es un instrumento ideado para la génesis de paisaje, es una panorámica artificial que se impone en lugares donde el panorama es desolador.

Las últimas imágenes de Ángel Marcos retoman una estructura de doble discurso, de inclusión de una imagen dentro de otra imagen. Esto es así mediante un sistema mucho más neutral que el que había utilizado ya en Obras póstumas. En aquella ocasión imágenes de lo cotidiano se veían interferidas por otra imagen literalmente proyectada sobre una pantalla que a su vez estaba presente como objeto real en la escena. El artificio de la pantalla irrumpía intencionadamente, con una clara voluntad disruptora, en medio de escenas cotidianas. La fuerte intromisión de la imagen proyectada aludía indirectamente al espectador. En esta ocasión las vallas publicitarias resuelven de manera más sutil esa conexión entre el paisaje que contiene a la imagen intrusa y el contenido de ésta. El espectador sigue teniendo la llave de una asociación  implícita, casi necesaria, y, sin embargo, perfectamente coherente con la neutralidad del paisaje urbano contemporáneo.

Se recupera así el juego barroco del cuadro dentro del cuadro. En ese juego el último personaje de la escena es siempre el espectador, que se ve involucrado en la mecánica representacional por una alusión implícita al hecho mismo de la representación. Es decir, el doble marco potenciaría en apariencia la inclusión del que mira en el espacio de representación. La conciencia de estar asistiendo a una escena representada podría disolverse al encontrar dentro otra escena enmarcada. El marco que rodea al cuadro interior disuelve en un olvido momentáneo y simbólico el marco exterior que limita el cuadro “real”. En el caso del paisaje esta duplicación del marco adquiere mayor simbolismo si cabe en la medida en que está presente un género con una larga tradición. Los parajes de las periferias de forma casi inconsciente se vuelven paisajes representados en la mirada. El ámbito de carretera es igualmente propicio para este deslizamiento hacia la escenificación. Por si fuera poco, toda una tradición fotográfica que alude a esos espacios de las periferias ha creado un imaginario que actúa como fondo. En este contexto la presencia de una valla publicitara exporta en cierto modo su marco al paisaje. Centrífugamente alude al panorama que lo circunda. Ese contagio del encuadre, que pasa de la valla anunciadora al paisaje, es un contagio semántico. La valla publicitaria, en tanto que mensaje gráfico enmarcado, denota con su presencia el formato panorámico con que miramos el entorno. La valla publicitaria revela su condición de artefacto genético, productor de asociaciones. Se inserta siempre de forma activa en un espacio indiferente y su propia arquitectura parece enfatizar esa autosuficiencia. Como un monolito que se ilumina a sí mismo, vuelto sobre su propio mensaje como un fenómeno de la atención y de las proyecciones, obsesiones y deseos de los espectadores fugaces.

Las escenografías del hormigón se muestran especialmente apropiados para depositar sobre ellas connotaciones. Connotar con un anuncio es la forma más inmediata de producir significado en lo insignificante. Con ello se constata que en esos límites se escenifica una relación melancólica con el mensaje que atribuimos al género paisajístico. Los lugares se vuelven escenarios, pugnan en su anonimato por decirnos algo. El mensaje se traslada al paisaje y el paisaje se hace mensaje.

En estos ambientes la intrusión de la publicidad impone una lectura “obvia” que contrasta con el azar de las escenas. La indudable intencionalidad del mensaje publicitario que parasita el paisaje contrasta con el abandono y la indiferencia que configuran el lugar. Aparece como una incorporación evidente como un señuelo de la alegoría. La condición teleológica del discurso publicitario tiñe el escenario como si todos los cascotes y los restos hubieran sido concebidos como una réplica a la escena intrusa. Con el mensaje publicitario actúa un resorte de recuperación de indicios de sentido en lo que debería ser absolutamente insignificante.

Es éste el juego de alusiones en el que se instala la nueva obra de Ángel Marcos. Un juego que se anticipa a la intencionalidad de las lecturas de sentido y que de una manera sutil juega con esos presupuestos políticos del paisaje, con la ausencia, en este caso, de aquellos agentes sociales cuya escala sitúa al espectador a una cierta distancia de lo real. En su lugar, el que mira estas obras se enfrenta a la escala de los signos y los mensajes. El diálogo entre el escenario y el mensaje no va a parar a un punto de contacto en el que se pone en contraste el mundo publicitario y el mundo real, sino que parte de esa escisión de mundos para recoger una experiencia compartida del paisaje. La polaridad entre mensaje y paisaje no es una confluencia espontánea de la que se extrae una lectura política activada por el encanto de la casualidad, sino que es un presupuesto escenográfico de la mirada, un a priori político que se incrusta en la idea misma de paisaje como construcción imaginaria.


 
   
   
   
 
 
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